sábado, 26 de mayo de 2012


Aurora contempla la luna en sus momentos de más transparente palidez, desde ese impreciso momento en el que el sol inaugura un nuevo día.
Por la mañana, cuando el cielo ha clareado totalmente y la perla del firmamento se resiste a desaparecer, desvaneciéndose muy lentamente en el celeste infinito.
Los ruidos exteriores que invaden el encierro, no distraen la profunda meditación de Aurora, una joven que urde el plan perfecto para lograr escapar, nacer al mundo, desde ese útero insensible, atestado de soledades, inmenso espacio en el que Aurora ya no cabe. Desesperada imagina que al traspasar los muros tendrá un alumbramiento consciente, la reanudación de su aprendizaje, el reinicio de su viaje.
Las gruesas paredes son coronadas por garras metálicas, la única puerta tiene muchos ojos y oídos custodiándola, parece más un bunker que un hogar, sin embargo Aurora siente la certeza de poder dejar atrás, para siempre, ese infame lugar.
Aprovecha el cansancio de un guardia en la madrugada, es una gota de agua dejándose llevar por el mar, un suspiro en suspenso, mientras se acerca al último obstáculo que retiene su ansia de libertad; un universo antes inexistente se develará para ella, tendrá que matar para poder vivir, otra vez. Y la culpa se agolpa en su memoria, hace crecer su ira, pues Aurora no olvida que alguien murió cuando le era concedida la vida y las ideas trastocadas de una mente cautiva, le obligan a desgarrar un cuerpo que se interpone entre ella y la salida. Salta la sangre y se abre otra puerta, pero ahora no es recibida por luz, la boca negra de la noche amenaza con tragársela a ella y a su confianza.