Aurora
contempla la luna en sus momentos de más transparente palidez, desde ese impreciso
momento en el que el sol inaugura un nuevo día.
Por
la mañana, cuando el cielo ha clareado totalmente y la perla del firmamento se
resiste a desaparecer, desvaneciéndose muy lentamente en el celeste infinito.
Los
ruidos exteriores que invaden el encierro, no distraen la profunda meditación
de Aurora, una joven que urde el plan perfecto para lograr escapar, nacer al
mundo, desde ese útero insensible, atestado de soledades, inmenso espacio en el
que Aurora ya no cabe. Desesperada imagina que al traspasar los muros tendrá un
alumbramiento consciente, la reanudación de su aprendizaje, el reinicio de su
viaje.
Las
gruesas paredes son coronadas por garras metálicas, la única puerta tiene
muchos ojos y oídos custodiándola, parece más un bunker que un hogar, sin
embargo Aurora siente la certeza de poder dejar atrás, para siempre, ese infame
lugar.
Aprovecha
el cansancio de un guardia en la madrugada, es una gota de agua dejándose
llevar por el mar, un suspiro en suspenso, mientras se acerca al último obstáculo
que retiene su ansia de libertad; un universo antes inexistente se develará
para ella, tendrá que matar para poder vivir, otra vez. Y la culpa se agolpa en
su memoria, hace crecer su ira, pues Aurora no olvida que alguien murió cuando
le era concedida la vida y las ideas trastocadas de una mente cautiva, le
obligan a desgarrar un cuerpo que se interpone entre ella y la salida. Salta la
sangre y se abre otra puerta, pero ahora no es recibida por luz, la boca negra
de la noche amenaza con tragársela a ella y a su confianza.