Son
las cinco de la mañana y no se me ocurre nada para escribir.
Varias
ideas levantan la mano, pero se quedan sin habla, al parecer algunas son
demasiado tímidas, mientras otras solas se tapan la boca antes de decir nada,
como si fuera algo terrible lo que conciben; algunas mordisquean sus uñas y es
tanta la desesperación que comienzan a comerse los dedos, con la intención de
no trazar ni una sola letra, pues parece inútil siquiera intentar redundar,
como aventar tierra a una fosa, llenarla de lo mismo que mucho antes, muchos
otros, le han ido sacando. Las ideas se mutilan, cortan de tajo su lengua, se
abortan a si mismas, algunas después de articular palabras sin sentido, frases
inconexas, se suicidan.
Nadie
logra poner orden, nada se concreta.
Las
palabras suenan raras de tanto repetirlas, pensar en su significado lleno de
más palabras, una espiral de un ciclo indeterminado, tiene momentos elocuentes
y largos espacios repletos de silencio desesperado, en los cuales la mente no
cesa de llevar a cabo ese proceso llamado pensar, vacío desconocido, atiborrado
de una cantidad infinita de cosas aprendidas.
Y
en este minuto en el que todavía no puedo esgrimir un discurso convincente,
pasando por varias momentáneas emociones, desde el desinterés hasta la pena,
“con el tiempo encima”, me obstino en fabricar enunciados. Cabeceo, los ojos me
duelen, algunas sombras hablan, sus voces se multiplican, la habitación gira,
pierdo el equilibrio, las letras se distorsionan bajo mi mano indecisa, adormecida.
Recuerdos y fantasías, se entrelazan pero se ahorcan mutuamente, impidiendo a
las palabras volverse forma y sonido, sólo hay silencio en la inconsciencia,
frío silencio de noche otoñal, una luminosa uña rasgando el oscuro manto del
firmamento y cada momento menos providenciales provisiones para alargar este
texto.