sábado, 1 de mayo de 2010

Cuantas veces he leído ó escuchado recitar, algo parecido a:
“La luz de la luna entraba por mi ventana…”
No tantas como las ocasiones en que la he visto, plateando el contorno de las sombras, proyectando en todas las cosas, su luminosa palidez.
La observo escondido, más callado que el silencio, inmóvil, atento.


En medio de la negrura, resplandeciendo argentada,
yo en el abismo cautivo, le dedico una mirada,
vacía, anhelante, lánguida y desesperada,
desde un rostro perplejo con el alma desahuciada,
al contemplarla reinando, en el cenit acomodada,
la soberbia se presenta humildemente postrada;
pienso con gran terror, no habrá más alboradas,
presa por siempre será, mi vista hipnotizada.


Luna, noche y silencio; alianza perpetua.
Me dejo bañar por su quietud,
sintiendo su influjo en mi actitud.

Me rompo como las olas,
mezclándome conmigo mismo,
ni mejor ni peor, en apariencia tranquilo,
cada vez más confundido.
En el ir y venir sobre la arena,
infinitas caricias le prodigo,
nunca la poseo, por ella estoy contenido.
No soy de mi movimiento dueño.
Me domina a su capricho
la perla del firmamento.

Compañera de noches oscuras,
escolta que alumbró la senda.

Bienvenida la luna después de la lluvia;
buena acogida a la pálida dama,
mandataria de mis sueños;
encanta mirarla orlada con nubes,
acrecentando su fulgor;
y atento al esporádico evento
de verla interponiéndose al sol,
reprimiendo mi atormentado aullido,
hace varias lunas estoy.