martes, 19 de enero de 2010

Vi a un hombre desesperado tomar una pistola, poner el cañón dentro de su boca, - a dar el beso fatal se disponía-, convulso, llorando inconsolable, gritar implorando perdón al cielo, jalar el gatillo y no murió; la bala rechazó llevarse esa vida, únicamente produjo agudo dolor. -Es asombroso, ni una gota de sangre derramó, declaró desconcertado el doctor. Un cirujano, el orificio de salida en su nuca le suturó. Ese hombre, el habla perdió, sin embargo sus errores sin violencia enmienda. Vi a una mujer, sin el peso de la vida sobre sus hombros, ni esperanzas, saltar de una ventana, alejada años luz de la ruda realidad. Al verse próxima al suelo, con el gesto desencajado, algo en ella despertó, movió brazos y piernas, igual que una ave maltrecha, como si la desesperación pudiera evitar el impacto; cerró los ojos arrepentida de aquel arrebato. A punto de estrellarse, las suaves e invisibles manos de una potente ráfaga de aire, hicieron que oscilara parsimoniosamente, como hoja seca, hasta posarla delicadamente en el piso, en medio de los atentos mirones.
La mujer ahora evita las alturas. Desde ese día camina tranquila hasta un parque, se sienta en la misma banca cada tarde y alimenta a las palomas.
Una persona pasa inadvertida, deslizándose, como ánima en pena, entre la muchedumbre, hacia la orilla del andén subterráneo; se coloca detrás de mi, no le doy importancia a su presencia. Los dos hoyos negros de su rostro observan la oscura garganta por donde aparecerá el convoy. Cuando arriba a la estación, él se deja caer lentamente a los rieles, en busca de la redención de los infieles; intento evitar la inaplazable cita, su mano rechaza la mía; el conductor no tiene tiempo para frenar. Vi la cara resignada de ese desdichado antes de que toneladas de metal pasaran sobre su cuerpo. Cuando el tren retrocede lo vemos levantarse indemne, cayó en un hueco entre los durmientes; se irguió y comenzó a vivir. Esa persona ahora gusta de relacionarse afablemente, presta su ayuda sin reparo y estrecha solícito la mano que se le tiende. Considerando todas estas cosas, arrastrándome escaleras abajo hasta mi guarida, ascendiendo en la espiral de mis miedos y mientras bebo otra botella de licor barato, pienso que quizá yo también encuentre el hilo negro de mi existencia; no pido mucho: una última oportunidad.